18 may 2009

Una doble paradoja (Marc Augé)


oceánico

Año 2000
Acrílicos sobre tela, 73 x 195 cm

colección Galería Bacelos. Vigo.


Una doble paradoja
Siento los cuadros de Amando como una paradoja viva que
renace sin cesar. Más bien como una doble paradoja. En primer
lugar, contrariamente a lo que podría pensar un observador
que se fiara de una apariencia engañosa, [pienso que]
cada cuadro es único, singular. La recurrencia de ciertos signos
o de ciertas oposiciones de formas y colores puede constatarse
después, cuando uno intenta hacer un balance o una
síntesis, pero a los ojos de un espectador atento, [uno percibe
que] cada cuadro solicita su imaginación de manera
diversa, conformando un paisaje a la vez abstracto y sensible
que no es nunca el mismo ni es otro distinto.
Esto es así porque estos cuadros (y esta es la segunda paradoja),
se imponen a aquel que los mira con una fuerza tal
que captan su atención, le inmovilizan y le hacen sentir que
su inmovilidad y la de la pintura en sí, estas inmovilidades,
son recorridas por el observador [como uno recorre con la
mirada] un mar de movimientos amplios y diversos que le
animan desde una profundidad interior. Estos cuadros viven,
respiran, con la lentitud poderosa de un mundo que está
naciendo o deshaciéndose.
En algunos cuadros el movimiento es ascendente, como si,
tras no sé qué naufragio o caída, los fragmentos y el polvo
de un mundo que ha explotado subieran a la superficie. En
otros momentos es la pintura, liquida, inestable, la que parece
atraída en sentido inverso, hacia las profundidades de la
tierra, estirando sus estalactitas en incesante formación, como
si, bajo el efecto de una secreta gravedad, fuera a salirse
de los límites del marco. Mas es el pintor quien ha suscitado
esta sacudida, es él quien, con un gesto voluntario, suspende
este efecto, detiene o ralentiza la progresión. Un trazo
grueso, violento, luminoso, corta la tela y surge como
una parada o un grito de alarma: “¡Alto ahí! ¿Quién vive?”
Cuando la luz juega sistemáticamente con el color, esta
declinación de los átomos casi se inmoviliza, a la manera
de Lucrecio y su De Natura rerum, ordena el caos combinando
génesis y disoluciones: la mirada se encuentra retenida,
fascinada por unos brillos interiores o por el imperceptible
movimiento que agita, estremece, la monocromía,
el negro sobre negro, el rojo sobre rojo. La mirada percibe
como un golpe de luz de las profundidades del cuadro mismo,
y entonces alrededor de él se recompone el equilibrio
de la tela. Ocurre también que la llamada a la realidad, la
llamada al orden del mundo que constituyen las alusiones
de Amando a lo cotidiano poético de la vida (a menudo una
flor, o también una taza de café o incluso la cresta de una
montaña) recentran el cuadro por sí solo haciendo converger
sobre él, gracias al contraste de los colores, las diversas
corrientes que lo recorren. Pienso concretamente en la admirable
tela negra en la que los juegos de sombras claras y de
luces oscuras están imantados por la presencia incongruente
y necesaria de una flor verde.
La pintura de Amando, al igual que los paisajes en los que
él se identifica, es tumultuosa y sabia, austera y vivaz. Jamás
es repetitiva, nunca es infiel. A la manera del poeta y del investigador,
el pintor (siendo a la vez lo uno y lo otro) no puede
escapar a su obsesión pues ella es su razón de vivir, su razón
de ser y de crear, su razón de creer en algo que se parece a
la verdad o a la felicidad pero que es esencial no alcanzar
jamás. En la vida, como sobre la tela, es la conciencia del
movimiento, en el momento mismo en que uno se detiene
para mirar, para contemplar, para recordar o esperar, lo que
permite recuperar las fuerzas y retomar el camino.

Marc Augé

Texto en el catálogo de la exposición Cármenes; sala Diputación Pronvincial Ourense, 2005.
Traducción del francés: Ana González Viana

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