31 may 2009

Imaginación material (Fernando Castro Flórez)


Ponte da Esperela

Año 1992. Acrílicos sobre tela
195 x 162 cm.





Imaginación material

La sabiduría del mito no está fundada, obviamente en el concepto, no necesita preguntarse por sus condiciones de posibilidad, al contrario, su suelo es la experiencia común. El lazo en que se tejen los mitos es algo más hondo, menos abstracto, que la historia de la humanidad, es la capacidad para reconocer la huella del tiempo, la edad de las cosas y de los hombres en una imagen o un discurso que ha borrado su origen, que sólo impone su autoridad porque es sustancialmente memorable. La capacidad creativa, la astucia del arte es la potencia de la narración, esto es, la capacidad para atender a la finitud y extraer de ahí una experiencia —imagen, discurso, música, gesto— que conmueve y afecta a otros. El mito no puede ya repetirse, no hay ámbito sacrificial que lo exija. Aunque la narración, la capacidad para abandonarse a la escucha y a la experiencia colectiva está sometida a las fuerzas que la empujan hasta los márgenes, hay un impulso para hacer algo que cuente los que (nos) pasa. Los narradores, que no son sólo los que utilizan el discurso oral ante una comunidad, tienen en común la levedad, se mueven como sobre una escala, subiendo y bajando por los peldaños de la experiencia, uniendo las entrañas de la tierra con un espacio que se pierde entre las nubes.
La estética de Amando es una tentativa de transformar las visiones en arquetipos. Si la pintura, afirma Norman Bryson, tien algún poder intrínseco, poder que la pintura ejerce en su territorio y en su propio nombre, ése es la capacidad de su práctica por exceder las fijezas de representación. Se trataría de comenzar a pensar detrás de la imagen, acceder a un cuerpo cuya actividad es siempre una transformación de signos materiales. Hacia afuera fluyen las imágenes, una intemperie en la cual el recuerdo es un acontecimiento neutro. La imagen es producida, irrumpe como el espectáculo del motivo encarnándose, ingresamos en la ceguera parcial del vistazo, al prescindir de la concepción de la forma como consideración o detención. El proceso de la pintura es dinámico: ritmo, impronta en la materia de la energía interna del cuerpo. La mitología individual de Amando surge desde su insistencia en un territorio imaginario, cercano pero proyectado en un horizonte distante; ha sabido combinar el azar y el cálculo, los desarrollos de un tratamiento abstracto junto a la potencia de la figura.
Pintura que no sólo repite sino que da vueltas, una y otra vez, a los discursos o mejor las obsesiones. Alteración de la cita mediante el disfrute, posibilidad para intervenir sin resentimiento, presentando de nuevo una imagen que, incluso esquematizada, mantiene su potencia. La naturaleza se ha despedazado y sus fragmentos se han convertido en restos a la deriva. Esa forma de la conciencia terrenal que la modernidad impone, en un dramático proceso de secularización, es, en cierta medida, caída en un fondo insondable. El territorio, aquella traza cotidiana de lo que antes se invocaba como natural, se contempla como esencia de lo transitorio, caduco, pero también profundo, dolorido y apasionado. Amando se sitúa en ese abismo de la “armonía mundi” y convierte a sus obras en figuras del acecho: cuadros en los que los fondos no están realizados tanto como trazos como con un movimiento acuático, presencia de una de las estructuras poéticas del imaginario. La pintura es acción de lo fluido, el gesto, el arabesco de la mano se metamorfosea en anonimato, proceso “natural”: lluvia o torrente.
La preocupación de Amando por la memoria sensorial se concreta en un repertorio reducido de imágenes, devenidas emblemáticas: la taza, la flor, las botellas, una línea que sugiere un detalle del horizonte. Huellas del tiempo, realizadas con el trazo, maderas o losas de pizarra: el espacio ambiental aquello que en el lienzo es atmosférico”. Las cosas en su esencialidad continúan multiplicándose: un ritornello que produce diferencias. Parece como si Amando se preocupara sobre todo por objetos capaces de contener en sí lo fluido, introducir la intimidad sin protegerla completamente. Hay un clima que se me atrevo a llamar oriental en su pintura sutil y extremadamente lúcida; el pliegue cromático establece un diálogo con los gestos que constituyen la imagen-arquetipo. Escritura reducida hasta entregar el don del instante, pero también barroquismo de la insistencia que es poética de la duración. El motivo de la flor introduce, de forma explícita, la fragilidad, el ciclo estacional de fertilidad y consumación. Amando ha definido su estética como un “fluir de la imagen austera que habita en el agua con un poco de color”. El lenguaje de las flores no es un enigma, en su vibración espacial se escucha una llamada a asumir nuestro destino terrenal, habitar la tierra. Saber que somos una respiración que no puede bañarse dos veces en el mismo río.
El ser entregado al agua lo está simultáneamente al vértigo. Bachelard recuerda el vano destino de las aguas, la melancolía especial que se siente en ese espejo en movimiento: tristeza sin opresión, soñadora, lenta, calma. El arte es naturaleza injertada, Amando intenta entrar en lo abierto, llegar a esa exterioridad en la que la memoria es estrategia del tiempo, erosión implacable, acontecimiento geológico. Contemplar el agua puede ser derramarse, disolverse, morir, pero también es posible encontrar en el universo sumergido la fuerza de la ensoñación: el absoluto del reflejo da paso a las sensaciones concretas, en las ondas se apunta la nostalgia de una patria más lejana. La materia es el inconsciente de la forma, este artista se sostiene en los umbrales del agua profunda, produce una subjetividad accidental que es, en primer lugar, la suya. Imágenes que reaccionan frente a los reduccionismos, sabedor de que el grado cero es tan sólo una utopía, conduciendo su mirada hasta un ámbito en el que hay una tactilidad paradójica.
Amando construye un espacio visual habitable, tanto en sus pinturas como, evidentemente, en sus esculturas transitables. Un hábitat que es nudo, espacio femenino o laberinto. Tablas dispuestas armando el aire, dejando que la luz produzca efectos mágicos. Heidegger encuentra en el ensayo El arte y el espacio que “espaciar” significa dejar libre los lugares; la escultura es una materialización de los lugares que confiere una permanencia a cada cosa y permite a los hombres morar en medio de ellas. En la concreción plástica juega el vacío como un acto fundante que busca forjar lugares. El sujeto está incorporado, entrando en ese espacio, caminando, siente una vibración material: supera la frontera entre interior y exterior, se sitúa él mismo en el límite que ha recorrido. Habitación que se acerca al círculo, de momento en espiral, permite que los pasos se aproximen al origen. Pensar, construir, habitar. Amando busca la transparencia que es opacidad del deseo, consigue levantar un tiempo con instantes y desplazamientos. Nomadismo de una mirada que no abandona sus lugares: entre la naturaleza y la materia construida, en la cotidianeidad vuelta exterioridad. Imágenes del agua, ensoñaciones del aire. “El agua —escribe Bachelard en El agua y los sueños— es la señora del lenguaje fluido, del lenguaje continuo, continuado, del lenguaje que aligera el ritmo, que da a una materia uniforme ritmos diferentes”. Poética que viene de las fuentes, la liquidez parece el deseo mismo del lenguaje: el aire es la pasión de la pintura. Mirar al punto en que los elementos se entrecruzan. Edificar con viento, plasmar imágenes del agua. La flor echa raíces en el territorio fértil. Amando retorna a los mitos de la fecundidad, comparte las fulgurantes imágenes que sirven de contenedores de lo que está destinado a discurrir.

Fernando Castro Flórez (1996)


Texto en los catálogos de las exposiciones Del decir de la flor en la Sala Triunfo (Fundación Caja de Granada) en Granada, y en la Galería Trazos Tres de Santander, 1996.

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