por Ángel Cerviño
AMANDO - MATADOIRO 1983
MUSEO DO MAR DE
GALICIA - VIGO
(4 de octubre – 30
de diciembre – 2012)
Sólo en
contadas ocasiones la historia del arte, como la historia de los pueblos, puede llegar
a ser escrita desde el tesón de los que pierden las batallas. Pero el tiempo
del arte es el tiempo largo de los movimientos migratorios y las fricciones sociales, un tiempo que de
continuo somete a prueba la incurable precariedad de los relatos historicistas,
que los pone en evidencia como endebles constructos epocales que estamos
obligados a desmontar y recomponer sin descanso, un puzle de infinitas piezas
que jamás encuentran un acomodo definitivo. En el tiempo del arte las obras siempre
se abren a nuevas posibilidad de lectura.
“MATADOIRO
1983” la exposición de Amando en el Museo de Mar de Vigo[1]
(antiguo Matadero Municipal), presenta más de cien obras de la serie
“Vacas”, fechadas principalmente en el año 1983. La primera, y muy
significativa, sorpresa nos la ofrece la constatación de que en su inmensa
mayoría estas pinturas permanecían inéditas: casi todas estas telas sin bastidor que ahora
cuelgan de los muros del museo habrían pasado directamente del taller al
almacén del artista sin haber conocido público. Dan cuenta también, con su abigarrada presencia, de la
obsesiva actividad del autor, de su afiebrada entrega a la pintura en un
momento clave de nuestra reciente historia del arte: el del dominante ciclón pictórico
y colorista de los años 80, un momento en el que también se pone en marcha la renovación
del cuerpo crítico y comienza a fijarse la foto
finish de la historiografía oficial, aquí se va a empezar a decidir quién sale en la
foto y quién no sale, quién continúa en la carrera y quién habrá de representar
al papel de víctima sacrificial para que otros individuos, armados con mejores
habilidades sociales, puedan despegar con más comodidad.
En todo
caso, las vacas de Amando se han despertado ahora de su sueño de casi treinta años
para venir a traernos el gozoso canto de la pintura. Pintura sin aditivos (sin
paliativos), en su encarnación más pura: color, composición y trazo. El
conjunto presenta una magnífica panorámica de las coordenadas estéticas del
momento (ineludible, en ese aspecto, la referencia al neo-expresionismo predicado
desde la documenta 7 de Kassel, de
1982), y la constatación de que nos encontramos ante el trabajo de un pintor
que arriesga en todos los campos, y adelanta soluciones plásticas que luego se
generalizarán como usos comunes a lo largo de toda la década. Destaca en sus
soluciones compositivas, como muy bien señala Xosé Carlos L. Bernárdez, la neta
alianza entre el color y lo icónico, que mantiene a la obra a buena distancia
de cualquier teatralización o puesta en escena, sin duda uno de los muchos pecados de la época.
A esta
alturas ya todos nos hemos dado cuenta de que Amando no pinta vacas, Amando
pinta iconos, pinta estructuras compositivas de base triangular (que en 1983 se
encarnan en la cabeza de una vaca, como más adelante, en futuras series del
propio autor, encontrarán acomodo en los conos de helado o en la recurrente solución
geométrica de la copa de cóctel). Estructuras compositivas que no son sino
vehículos para la dinámica expansiva del espacio del lienzo, esqueletos formales
que sustentan el enaltecido movimiento cromático de la superficie pictórica. Una
solución plástica equivalente a las palmeras, las estructuras piramidales o las
anatomías estilizadas, que inundaron tantas series de cuadros de otros tantos
pintores peninsulares de esos años.
Sin duda
estas pinturas participan también del tono colorista y desenfadado del momento
(y es imposible no hacer aquí mención de la magnífica serie de 13 cabezas de
vaca pintadas en los cartones troquelados que habían servido de cajas de
embalaje a los 13 tomos de una enciclopedia comprada por correspondencia), pero enseguida
comienzan a mostrar síntomas inquietantes, lo primero que percibimos es que las
vacas no nos miran, la gran mayoría no tiene ojos y algunas muestran
ostensiblemente unos párpados cerrados; un desasosegante sentimiento de
invisibilidad nos acompaña a lo largo de nuestro recorrido mientras nos
enfrentamos a los cuadros, y no olvidemos que cuando contemplamos un cuadro
estamos situados en el lugar físico que ocupó del autor mientras estuvo
trabajando en él. Conforme avanzamos hacia el final la serie se va
oscureciendo, los colores se ensucian, las composiciones pierden equilibrio
para ganar dramatismo, las pinceladas se hacen más cortas y nerviosas, denotan
desazón y urgencia, los cabezas heráldicas se han convertido en cráneos
sangrantes degollados sobre las mesas del matadero.
Ya lo
hemos dicho: Amando no pinta vacas; pero –paradoja gallega- “as vacas, habelas
hainas”. La pintura apunta hacia lo icónico pero el casi-icono todavía muge, la
imagen se resiste al intento de congelarla en signo, se sabe mucho más compleja
(y ama su propia complejidad): hay otras vidas y la imagen quiere vivirlas
todas; y son muchas, y profundas, “las consecuencias estéticas y políticas que
derivan del carácter incierto, inseguro y ambiguo de la imagen”[2].
De esta forma, así como el icono de la palmera posiblemente apuntaba hacia el
escapismo de ínfulas cosmopolitas tan característico de los 80, las vacas ciegas
de Amando miran a la aldea, a un mundo rural demolido por la pobreza y la
emigración, a un universo (el de su infancia) que en 1983 ya va camino de la
desaparición y el desmoronamiento definitivo. Amando venía a aguarnos la fiesta
sin fin de los 80 con estas vacas, recordándonos a todos quienes éramos y de
donde veníamos. Y no se lo perdonamos.
[1] La exposición,
coordinada por Xosé Carlos L. Bernárdez, forma parte de un complejo proyecto
expositivo que incluye, además de la exposición, una película documental creada
para la ocasión, un ciclo de cine, un seminario y diversas actividades
didácticas y editoriales.
[2] libro editado por Carlos A. Otero, para la editorial La Oficina, "Iconoclastia. La ambivalencia de la mirada."
Más
información en el sitio web de la exposición: http://matadoiro.tumblr.com/
[2] libro editado por Carlos A. Otero, para la editorial La Oficina, "Iconoclastia. La ambivalencia de la mirada."
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